Amo
a mis vecinos. Les perdono de corazón, a pesar de las constantes molestias
auditivas que me causan con sus extraños ruidos secos y sus envolventes pisadas
de elefante. De hecho, es probable que estén ahí, entre otras cosas, para que
yo pueda evolucionar. Ayer empecé a escribir un patético poema con esta frase:
“Es Navidad, pero al vecino de arriba, con tal de pisotear, le da igual”.
Estuve tentado de seguir desarrollándolo, más por alivio que por ejercicio
literario, pero afortunadamente la musa me abandonó y no llegué a emborronar la
cuartilla del todo. En el espacio en blanco que quedó libre, me puse a escribir
esta nota de agradecimiento a mis vecinos de arriba por su ayuda a la hora de
convertirme en una mejor persona gracias a haberme hecho descubrir cómo soy en
realidad bajo los efectos del ruido que invade el espacio sagrado de mi hogar
como un intruso sibilino. Por lo que he leído últimamente, soy yo quien les doy
permiso para molestarme, es mi mente la que les da forma al sentirse violentada
y obstinarse en tomarlo como algo personal, mientras que, según ciertas
filosofías budistas, el ruido que hacen no debe afectarme, ya que todo está en
mi actitud al escucharlo, todo radica en la facultad que posee mi mente para
relegarlo a un segundo plano, casi como si fuese un apacible hilo musical, y los
enervantes efectos que me provocan ni tan siquiera existen realmente. Por otra
parte, nunca antes en mi vida había tenido que utilizar tapones para los oídos,
con lo que no había prestado atención a los sonidos internos de mi cuerpo, ni
había escuchado música a todas horas para apagar el sonido ambiente. Así pues,
agotados los insultos, el trasnochado recurso al golpeteo en el techo con el
palo de una escoba y la recurrente maldición siciliana, he decidido
bendecirlos. Os amo, queridos vecinos de arriba…