Aunque más tarde saldría de mi error, siempre pensé
que la campana de la Iglesia de Santo Domingo era el timbre de la casa de mis
abuelos. Su sonido arrancaba en algún lugar de mi memoria de niño un millar de
ecos bañados de festiva emoción, veraniegos destellos broncíneos que
anticipaban el gozo de los días que transcurriría en aquella casa habitada por
dos ancianos que, año tras año, me recibían resplandecientes de un cariño que
jamás daba la sensación de mitigarse. Cualquier problema que pudiese llevar a
cuestas, ya fuesen roces con otros niños, asignaturas indigeribles o
desencuentros paternos, parecía disolverse como por ensalmo durante aquellas
vacaciones en casa de mis abuelos, quienes poseían la rara cualidad de poder
otorgar paz a un niño. Escuché aquella campana hasta mi primera adolescencia.
Ahora la oigo en mi corazón cada vez que es verano y recibo el primer rayo de
sol.
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